jueves, 28 de enero de 2010

De: Guillermo Giacosa


Cinco monos fueron encerrados en una jaula en cuyo centro una escalera de tijera albergaba, en su cima, una tentadora mano de plátanos. Al poco tiempo de ingresar a la jaula, uno de los monos, como era de esperarse, decidió trepar la escalera en procura del apetecible alimento. Tan pronto esto ocurrió, los científicos a cargo del experimento –pues de eso se trataba– lanzaron un violento chorro de agua helada sobre el resto de los monos. La experiencia se repitió un par de veces hasta que los monos comprendieron que si querían evitar el desagradable baño, tenían que evitar que alguno de ellos trepara la escalera. Los menos avisados que intentaron hacerlo recibieron tremenda paliza de sus congéneres y, de ese modo, los plátanos, tan atractivos como codiciados, permanecieron intocados. Fue entonces que los experimentadores decidieron cambiar a uno de los monos por otro que nada sabía de duchas heladas y, mucho menos, de palizas por intentar subir la escalera. Tan pronto ingresó el nuevo mono, trató de dirigirse hacia los plátanos con un resultado fatal para su integridad física. Los demás monos le aplicaron una tremenda paliza que le hizo olvidar su apetito por los frutos. Luego cambiaron a un segundo mono que, como es lógico, intentó hacer lo mismo que el primer reemplazante y también recibió una paliza en la que quien le había precedido participó activamente. Finalmente, los cinco monos que habían padecido la experiencia de los duchazos de agua helada fueron cambiados, y los cinco nuevos habitantes de la jaula, sin que hubiera ninguna gota de agua más de por medio, ni siquiera intentaron subir la escalera. Los plátanos permanecían en medio de quienes son comedores compulsivos de los mismos sin que nadie se atreviera a tocarlos. Si hubiese sido posible preguntarles a los monos por qué procedían así, seguramente hubieran contestado, como muchos humanos en situaciones igualmente absurdas: “No sabemos, pero aquí las cosas siempre se han hecho de esa manera”. ¿Cuántas de nuestras conductas y comportamientos son tan infundados como los observados por nuestros primos hermanos en aquella jaula? Muchos más, seguramente, de los que uno sería capaz de confesarse a sí mismo. Especialmente aquellos que caen en el ámbito de las doctrinas religiosas o políticas. Y muy especialmente entre los seguidores dogmáticos de dichas creencias. Cuando somos incapaces de confrontar nuestras creencias con la realidad, ingresamos a una zona de congelamiento intelectual que paraliza nuestro crecimiento y empobrece nuestro funcionamiento neuronal. Sacrificamos, en aras de la tranquilidad que ofrecen las creencias sólidamente estructuradas, nuestra posibilidad de profundizar nuestro conocimiento en un universo donde es mucho más lo que ignoramos que lo que realmente sabemos. Nos atamos a paradigmas que hipnotizan nuestra inteligencia y desperdiciamos los cien mil millones de neuronas, ávidas de trabajo, que la naturaleza o Dios, según creencias, ha puesto a nuestra disposición.

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