sábado, 28 de noviembre de 2009

I

Y entonces, sus ojos se llenaron lentamente de agua hasta que todo se nubló.
No podía distinguir en la luz sus pies; aquellos pies quemados por los interminables minutos que había estado bajo el sol.
Procuraba tapar su vergüenza con los cabellos que el viento le quería arrebatar, y apretaba las manos con la fuerza con la que se rompe un cristal.
Sus rodillas ensangrentadas habían manchado la blancura de su pantalón. Estaba herida.
Había perdido las garras.
Había perdido la fuerza.

La criatura que andaba a su lado, aquella a la que no pensó odiar tanto nunca, se sacaba un ojo mientras que con el otro miraba excitado su muerte.
Sus movimientos, tan viles, hacían a su cuerpo retorcerse de dolor.
Ya se le acababa el aire que le quedaba como libertad.

(¿Qué intentaba hacer? ¡Déjala morir, olvídate de ella!)

Pasaron así los tiempos, y sus lágrimas, convertidas en piedras no dejaban de caer.
La angustia corría por su garganta y en los hombros, la tan pesada m
ochila.

Entonces, pensó en el día en el que usará las alas y no probará más el sabor de las lágrimas ni sentirá su peso. El día en el que desaparecerá de la faz de la tierra convertida en perfume de locura.

Se le escapó una ligera sonrisa.

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